Escriben y se acopañan Natalia Pérez y Paula Valdés.
1-
Me he quejado.
No me parece que sea deseable cultivar esta práctica.
La queja debe tener una existencia milenaria, quizá haya aparecido cuando pudimos percibir
nuestra mortalidad.
Aparece en nuestros cuerpos como una usina de malestar.
Si hay un rasgo de la queja es la falta de movimiento que implica. Es un malestar, pero no de
aquellos que nos movilizan a transformar nuestra realidad, es uno congelado, que nos deja en
el mismo lugar.
¿Sufre el que se queja?
Quizás un poco sí y un poco no, pareciera que hay un goce en quejarse.
Pase lo que pase, el que la practica con fruición, se seguirá quejando, porque, qué sería de la
queja si las cosas cambian, se resuelven, se mueven.
2-
Desde que decidí dedicarme a bailar empecé a notar que en el ambiente donde me movía la
queja circulaba bastante.
Fui cambiando mi manera de percibirla y de practicarla.
Pertenecer al ámbito del arte, de la educación, de la cultura parece ser un destino bastante
marginal por estas latitudes.
Nadie se animaría a negar en voz alta la importancia que tienen para la sociedad, pero con el
tiempo fui notando que, salvando algunas incipientes primaveras, no parece ser prioridad
política de nadie y no me malentiendan, no me estoy quejando, o un poco sí.
Lo que quiero decir es que, sin desconocer esas dificultades y precariedades materiales de
nuestro contexto, que justificarían, quejarse, llorar y patalear, la queja parece seguir su curso y
su intensidad, como una pasión no necesariamente ligada a esas dificultades.
3-
Imagino que la banda sonora de la queja podría ser una letanía, un ritornello o un loop que se
repite cada vez, sin cambios, ni diferencias.
Intento un poco de memoria emotiva: me recuerdo quejándome, nos recuerdo quejándonos.
El discurso del que se queja suele tener argumentos sólidos e inteligentes, unas razones para
quejarse, que en un punto no pueden discutirse.
El cuerpo del que se queja a veces está un poco vencido por la gravedad, pero otras, está más
exultante, más erguido.
¿Será la queja una posición infantil?
4-
Recuerdo que durante mucho tiempo me quejé de no tener tiempo para bailar, para producir,
para crear.
Trabajar para la supervivencia económica me llevaba mucho tiempo.
Por diferentes motivos, en un momento de mi vida tuve meses de tiempo libre. Para mi
sorpresa no hice absolutamente nada de todo lo que decía haría cuando tuviese tiempo.
Noté que, por lo menos en mí, ahí había un movimiento que no era tan sencillo de hacer y que
no necesariamente tenía que ver con disponer de tiempo y del dinero para realizarlos.
Quizá la queja disminuye cuando notamos nuestra participación en las cosas que nos pasan.
Pensando en esto recordé a Martin Keogh (un precioso bailarín y maestro de Contact) él decía
que quería entrenar todos los días una hora de yoga, no podía, se distraía, lo mantenía una
semana, lo dejaba.
Entonces comenzó a probar cuánto tiempo por día podía sostener, no idealmente.
Cinco minutos, ese tiempo es el que notó que podía sostener todos los días sin interrupción, para cuando leí la anécdota hacía ya veinte años de esa práctica de cinco minutos diarios.
Los que alguna vez encaramos algo con constancia y un poco de disciplina sabemos que ese
pequeño espacio de práctica puede generar grandes cambios.
Quizá en esa anécdota haya un punto de fuga para empezar un trabajo creativo, un
movimiento.
5-
¿A qué le dedicamos nuestro tiempo?
¿Cuáles son nuestras pasiones?
¿Cómo podemos hacer con otros?
Insistir y sostener algo de esto no es sencillo, todo está dado para que nos distraigamos,
abandonemos y ¿nos quejemos?
La queja es como un agua estancada, un discurso que pudre al que lo enuncia y a quien lo
escucha.
Sin hacer una oda de la precariedad: la falta, la sed, el malestar pueden generar grandes
movimientos propios y con otros
Saber que el tiempo de los movimientos se termina también.